Podría decirse que era un caso de vigilancia rutinaria. Un chivatazo nos había alertado de que un narco, llamado el Africano, efectuaría una entrega en la estación Verdaguer a las 11:00 AM. En el andén de la línea 4, sin concretar dirección. Llevábamos varios meses tras sus pasos. Y aquel día, para variar, me había levantado con una turbulenta resaca.
Me encontraba, pues, en el susodicho andén una media hora antes de. La espera estaba resultando de lo más desesperante. Con mucho gusto me hubiera fumado allí un cigarrillo, acompañado de un doble. Por qué no. El caso es que estas malditas vigilancias te dejan demasiado tiempo para pensar. Y eso, para un tipo como yo, no es nada recomendable. Me di cuenta que llevaba un par de días sin pasar por la ducha. Alguno más sin afeitarme. La camisa, por suerte, me la había cambiado el día anterior. Mi aspecto era de lo más deplorable. Pero me daba igual. Aunque, bueno, tengo que reconocer que la traicionera voz interior de mi consciencia algo me estaba contando. Y parecía llevar razón.
Lo más destacable hasta el momento había sido una rubia de falda corta y piernas largas que esperaba la llegada del próximo convoy. La estaba mirando. No sin demasiado disimulo, la verdad. Y ella se dio cuenta. Al principio creí que se había molestado, pero luego pareció gustarle que la observara. Miró a su reloj y se fue hacia las escaleras que subían a un puesto de bar. Aquello pudo con mi débil voluntad. Así que me fui tras sus pasos. Estaba tomándose un café solo. Yo me puse a su lado, controlando el andén por una ventanita, y pedí un café con ron.
- Bonito reloj – fue lo primero que me dijo.
Allí dio en el clavo de la vanidad de cualquier hombre. Empecé a contarle como había conseguido mi Rolex a través de un contacto, digamos, al filo de lo legal. Un confidente al que le dábamos rienda suelta a cambio de cierta información. La rubia de piernas largas parecía interesada en lo que le estaba contando. En el andén no había ni rastro del Africano. Así que, después de apurar nuestros cafés, volvimos abajo los dos juntos. Ella cogió el siguiente convoy. Supuse que debería ir al trabajo. Luego permanecí en mi puesto unos minutos más hasta que entró una llamada del teniente Morales.
El Africano había sido visto por otro agente situado en la plaza saliendo de la estación en cuestión con un maletín. El intercambio se había realizado en el otro andén. El que la rubia de piernas largas se encargó de que yo no viera. Tuve que aguantar las voces del teniente Morales durante largo rato, y no hay nada en el mundo que odie más. Me citó en su despacho al día siguiente, para que le llevara un informe por escrito a primera hora. Así que volví a mi casa. Encendí el televisor, estaban dando dibujos animados. Me tumbé en el sillón. Aferré con una mano un paquete de Marlboro y en la otra una botella de Ballantines. Encendí un primer cigarrillo. Di un primer trago. Y así, uno tras otro, permanecí hasta la inconsciencia.
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